Una novela de Antonio González Mendiondo, en entregas semanales. Hoy, parte 4 (acá parte 1, parte 2 y parte 3)
Ilustraciones por Nahuel von Karg
Que yo recordara, la cuestión de los zombies nunca había pasado de un pequeño problema sanitario que había afectado a algunos países de Europa Central décadas atrás. No así en el Caribe, donde la cuestión había implicado la intervención manu militari de la ONU.
Todo empezó con un turista austríaco mordido en una ceremonia voodoo en una aldea perdida en la frontera entre República Dominicana y Haití. El turista retornó a Viena y falleció de fiebre a los pocos días. Pero en pleno velatorio se había levantado y atacado a dos hermanos, a los que había mordido, aprovechando un comprensible desliz sentimental de su parte. Ambos hermanos fallecieron a los pocos días, pero uno de ellos alcanzó a huir a Berlín, donde había atacado a varios ciudadanos alemanes. Sin embargo todos los infectados habían sido capturados y sorpresivamente un súbito ascenso de la temperatura había terminado con ellos, al mejor estilo Valdemar, lo mismo que había pasado en la celebración del Ministro del Interior.
Se prohibieron los vuelos entre Europa y Santo Domingo y una investigación de la ONU descubrió que el ochenta y cinco por ciento de la población de Haití y el setenta y ocho por ciento de la población de República Dominicana estaba compuesto por muertos vivos. Al parecer, durante siglos el síndrome Lázaro, como se lo bautizó, había sido un problema considerable pero menor, dado que las altas temperaturas impedían que los zombies proliferaran. Pero la tecnología del aire acondicionado había cambiado la cuestión y los muertos vivos se habían adueñado de la isla, ocupando los puestos gubernativos de importancia y la totalidad de los resortes administrativos del estado.
Las minorías de seres humanos “normales” vivían aterrorizadas y semi-esclavizadas, dedicadas a labores agrarias y a la recolección de la basura. Santo Domingo fue intervenida militarmente y los muertos vivos fueron eliminados con el sencillo expediente de exponerlos sin protección al clima tropical. Varias décadas después de la intervención de los cascos azules, Santo Domingo no podía importar aires acondicionados, como medida preventiva. Ése había sido el final de la amenaza zombie.
Y de pronto yo descubría que un ministro de gran importancia y todo su gabinete, o al menos todas sus amistades, ya que en definitiva no tenía la menor idea de quiénes eran los compañeros de celebración, eran muertos vivos. ¿Se podía explicar semejante hecho? Era curioso. Y no menos curioso era saber por qué esa gente se había interesado por mí. Las explicaciones del comisario no tenían el menor asidero en la realidad: ¿un grupo de zombies millonarios interesados en conocer una supuesta “persona de bien”? Imposible. “¿Pero entonces qué estaba pasando?”, me pregunté mientras abría los ojos y reconocía mi entorno.
Estaba en una cama mullida, tapado por una sábana gris. No había demasiada luz pero alcanzaba a descubrir una habitación decorada en un estilo seco, minimalista. Me alegré. Después del rococó empalagoso de la mansión de la Condesa de Borbón y la explosión de barroco maníaco de la fiesta del ministro del Interior, agradecí la sencillez de formas, la simplicidad geométrica del lugar en el que estaba. No había dudas de que el que me había albergado en aquella habitación era un hombre razonable.
Creo que en mi aturdimiento pronuncié la frase “debe ser un hombre razonable” sin darme cuenta de que lo hacía en voz alta, porque una voz femenina me corrigió. “Soy razonable, pero me temo que no soy un hombre. Bienvenido a mi casa. Soy la Dra. Evelyn Kyteler…” Levanté la vista y quedé deslumbrado: una mujer rubia, de cutis blanco como la nieve, ojos grises y sonrisa cándida, vestida con una sencillez que no alcanzaba a disimular sus portentosos encantos físicos. Evelyn acercó su rostro al mío y me dio un beso de una calidez profunda, no exenta de una ligerísima pátina de voluptuosidad. Tenía un perfume sutil, en el que se combinaban sabores diversos pero agradables, frutales, tranquilos. Olía a paz.
“Enseguida vuelvo… voy a buscar tu desayuno. Debés tener bastante hambre…” dijo con dulzura y salió de la pieza. Empecé a reconstruir los eventos de la víspera. ¿Qué habría ocurrido? Era probable que se hubiera declarado una emergencia sanitaria, pero teniendo en cuenta mi interacción con los zombies, ¿por qué no estaba en cuarentena o en una cama de hospital? ¿Qué hacía en el domicilio de esa mujer? No alcancé a formular una hipótesis y ya Evelyn reingresaba con una bandeja de madera rústica, en la que había una cafetera italiana de la que salía un perfume abrumador e hipnótico a café recién hecho, pancitos de queso, manteca, cebolla, anís, vasos de jugos de todas las variedades, yogures, licuados, frutas, un despliegue que solo tenía sentido si además de mi persona había otras diez a las que proveer el desayuno. Desde que había terminado la cena en lo de los Escabiozollern no había vuelto a probar bocado, por lo que tenía un hambre considerable. Olvidado de cualquier inquietud sobre el lugar en el que me encontraba, me di a devorar las viandas que me había preparado la Dra. Kyteler y despaché la bandeja en no más de quince minutos. Evelyn me propuso preparar una segunda ronda, pero decliné cortésmente la invitación, aclarando que estaba satisfecho. Se me escapó un ligero eructo, que Evelyn disculpó con una sonrisa de complicidad simpática, nada invasiva.
“Voy a traer más café, así también tomo una taza…”, anunció y se fue dejando en el ambiente su exquisito y discreto aroma frutal. Me levanté de la cama y me dirigí al baño. Descubrí que estaba vestido con un pijama blanco con motivos florales bastante afeminados. Me sentí ridículo, pero me dije a mí mismo que si Evelyn me lo había colocado no había nada que discutir. Pensé que estaba en una situación de intimidad con una mujer hermosa y decidí mejorar mi aspecto, que con mis torpes aventuras se vería bastante desmejorado. Me peiné, me lavé la cara y como no encontré dentífrico me limpié los dientes con un producto para lograr brillo en los cerámicos del piso, que procuré no tragar para evitar la muerte por intoxicación y que me dejó una dentadura rutilante como un Cadillac recién salido de fábrica.
Volví a la habitación. Evelyn me esperaba sentada en la cama - ya hecha -, con una taza de café humeante en una mano. Tomé mi taza de café y me senté a su lado. La luz del sol entraba por la ventana y coloreaba la habitación con un dorado de cuento de hadas.
Sorbí el café, agradecí a Evelyn por rescatarme y le pregunté por qué no estaba internado en un hospital, cosa que de cualquier modo, me apresuré a aclarar, le agradecía. Evelyn rió, tirando su cabellera hacia atrás con el glamour de una propaganda de shampoo, y me dijo que era doctora pero que no era en ese carácter que me había rescatado. Ella estaba regando los malvones de su balcón cuando había sentido un olor nauseabundo que llegaba del piso de debajo de su departamento. Descendió, encontró la puerta abierta y una especie de lago verdoso en lo que parecía haber sido una fiesta interrumpida abruptamente. En medio de la habitación, desmayado, me había encontrado a mí. Había intentado despertarme pero no lo había conseguido. Por caridad me había llevado a su hogar y me había acostado, previo baño, para sacarme esa horrible sustancia que tenía pegada por todo el cuerpo.
Terminada su explicación Evelyn me guiño un ojo. “En realidad no fue todo por caridad. También me pareciste simpático…” me anunció, sonriente.
Me entusiasmé con su aclaración pero no dejé de notar un par de elementos en su relato que no terminaban de cerrar. Por un lado, el hecho de que la puerta del lugar donde transcurría la fiesta del ministro estuviera abierta. Recordaba el horror de los invitados cuando intentaron salir de la habitación y descubrieron que la puerta estaba con llave, o trabada desde afuera. Era extraño que Evelyn la hubiera hallado abierta, salvo que la persona que se había encargado de eliminar la refrigeración para cocinar a los zombies hubiera estado escondida dentro de la habitación, y que posteriormente hubiera salido mientras yo estaba desmayado. Podía ser. Pero… También me llamaba la atención la fuerza de Evelyn. No solo me había trasladado desde el piso de abajo sino que además, me había bañado y vestido.
Volví a observarla con detenimiento. Parecía una persona saludable y enérgica, pero de ahí a trasladar de un piso al otro, bañar y vestir a un individuo de un metro noventa centímetros y ochenta y nueve kilos de peso, bueno, había una distancia considerable. Sin embargo mi suspicacia (por cierto, leve) desapareció a medida que conversábamos. Evelyn era una mujer culta, generosa, valiente, amable…
No pasaron quince minutos y yo estaba enamorado como un alumno de primer grado de una maestra hermosa. Me contó sobre los muchos años que había pasado trabajando en diversos países del África subsahariana, colaborando en situaciones catastróficas diversas. Me contó sobre los premios que había recibido por sus investigaciones en el campo de la biología molecular, donde era una eminencia internacional. Me contó sus proyectos, sueños y anhelos pero al mismo tiempo me habló de su soledad, de sus ganas de hallar alguien que la acompañara en su cruzada por un mundo mejor.
A medida que Evelyn hablaba yo experimentaba un mix de emociones considerable: por un lado, la sensación maravillosa de sentirme enamorado, enamorado necia y estúpidamente, sensación que se traducía en el plano físico en una aceleración del ritmo cardíaco digna de un hipertenso. Por otro, una extrañeza creciente: ¿podía una mujer como la Dra. Kyteler, ya no fijarse en mí un rato, sino pensarme como su futura pareja, como su “compañero”, ése que durante años, pese a sus logros enormes en el terreno profesional, pese a sus cuarenta viajes al África, sus reconocimientos de la ONU y los rumores de un próximo Nobel de medicina, nunca había encontrado?
Para finalizar el tercer sentimiento era algo más primal, y en tanto la charla transcurría en un terreno más o menos platónico, bastante más vergonzoso: consistía en una sensación de excitación sexual como creo que no tenía recuerdo, al menos desde la adolescencia. A tal punto era la excitación intensa que no sabía bien qué pose a adoptar para disimular la erección pavorosa que estaba experimentando. No era que me avergonzara por la erección en sí, pero me parecía que mientras hablábamos de refugiados somalíes y mujeres a las que se les practicaba la ablación del clítoris con un cuchillo herrumbrado, era grotesco poner en evidencia las ganas escandalosas que tenía de acostarme con la Dra.
Al principio había usado la bandeja del desayuno para esconder la rigidez de mi miembro, maniobra que pese al dolor considerable que me provocaba la presión del glande contra la base de la misma me sirvió un rato. Pero en un momento Evelyn me había preguntado entre risas qué hacía todavía con la bandeja encima, me la había sacado y la había apoyado en la mesa de luz. Logré manotear un almohadón rosado con encajes crema que estaba en la cabecera de la cama y me puse a jugar con él, como quien no quiere la cosa, cubriéndome de nuevo, pero después mi aspecto con el piyama floreado, sumado al almohadón rococó me pareció demasiado y lo devolví a la cama.
A partir de ese momento mi única maniobra de disimulo consistió en encorvarme todo lo posible, fingiendo que el relato de Evelyn me generaba una especie de concentración casi doliente, y tratando de que, dentro de su exageración, la posición pareciera medianamente natural. En ésas me debatía cuando la conversación pegó un giro, un giro que no solo podría haber resuelto el problema de mi erección sino que - creí - podría resolver mi vida entera.
Evelyn volvía al terreno de las confesiones amorosas y me contaba que había tenido una sola pareja a lo largo de su vida, un médico brillante del que había estado enamoradísima pero quien la había abandonado. Nadie la había hecho sufrir tanto, y desde ese día nunca había querido volver a tener pareja. Pero por momentos, anhelaba tanto la cercanía de un hombre, de un hombre de verdad… cuando empezó a pronunciar la última frase Evelyn se había levantado y había corrido la cortina, graduando la luz de la habitación para dejarla casi en penumbras.
El final de la frase, casi susurrado, lo dijo ya encima mío. Yo me relajé y eché mi cuerpo hacia atrás, recostándome en la cama, con mi brazo arrastrando con suavidad a Evelyn hacía mí.
Nuestras bocas estaban a medio centímetro de distancia y yo tenía corazón y miembro a punto de explotar cuando una vibración sorpresiva detuvo lo que parecía el inicio de nuestro romance. Evelyn me pidió disculpas y me aclaró que esperaba una llamada urgente. Atendió, saludó cortésmente a su interlocutor, me anunció por señas que volvía enseguida y salió de la habitación.
Quedé recostado en la cama, experimentado un dolor considerable en el pene debido a la rigidez extrema que sentía, dolor que se fue incrementando conforme pasaban los minutos. Empecé a pensar por qué, si la persona que era el origen de mi excitación se había retirado, ésta no solo se mantenía sino que crecía minuto a minuto. Era extraño.
Para distenderme me paré y me puse a recorrer el cuarto. A los cinco minutos estaba aburrido y ansioso. La erección no se había distendido y mi corazón seguía latiendo desbocado. Pensé en recorrer la casa, para distraerme y matar la ansiedad. Salí del cuarto y me hallé en un pasillo de paredes blancas, en las que no había adornos ni cuadros.
Avancé por el pasillo y hallé un cuarto de puerta cerrada, y un poco más adelante una cocina. Entré en la cocina, que estaba vacía.
Sobre la mesada hallé la cafetera italiana, un despliegue de frutas varias, una barra de chocolate comida por la mitad y un blíster de pastillas casi vacío. Tomé el blíster y lo revisé: sildenafil.
Como un cachetazo, entendí por qué la violencia de la erección que padecía desde hacía media hora. La Dra. Kyteler había mezclado una, o más probablemente varias pastillas para intensificar mi libido. ¿Por qué? No tenía idea, pero el hecho de que hubiera urdido una maniobra semejante comenzó a desteñir la imagen idealizada que había construido de ella.
En una aceleración brusca del proceso de desmitificación, sobre la heladera de la cocina descubrí la máscara de Pierrot con la que se había cubierto el rostro la persona que me había proporcionado la droga en la celebración en casa del ministro del interior. ¿La Dra. Kyteler me había drogado? ¿Con qué fines? En principio, la droga, además de provocarme una excitación notable de la capacidad lingüística había anulado mi deseo sexual. Y ahora la Dra. Kyteler había buscado potenciarlo al máximo. ¿Por qué?
Por otro lado si ella había participado, aún como espía, en la celebración de los zombies, también estaba claro que me había mentido y que no se había acercado al departamento del ministro del interior por los ruidos, hallando la puerta abierta.
¿Sería ella responsable de bajar el aire acondicionado para provocar la masacre de zombies de la que había sido testigo? ¿Quién era mi anfitriona?
Con un escalofrío giré mi cabeza porque al formular esa pregunta tuve la sensación de que me espiaban. Por suerte no había nadie. En cambio, creí escuchar una voz imperativa, que llegaba – extrañamente - de debajo de la mesa de la cocina.
Me agaché y hallé una puerta trampa entornada. La levanté y comencé a descender: la voz ganaba en precisión y en agresividad. No alcanzaba a entender el sentido de las frases, solo captaba palabras aisladas, pero el tono era terminante. Terminé de bajar los viejos peldaños de madera semi-podrida y me hallé en un sótano mugriento y oscuro. Era curioso que debajo de aquella vivienda funcional y moderna se hallara un sótano de esas características. La iluminación, que salía de tres o cuatro velas rojas y negras que estaban sobre una mesa de madera, era tenue pero alcanzaba para que pudiera descubrir un curioso espectáculo: metidos en una jaula de tamaño mediano, amontonados a presión, había tres personas de rasgos africanos pero completamente blancos, pálidos, incluso cabello y cejas.
De frente a ellos y de espaldas a mí, la Dra. Kyteler seguía negociando por teléfono: “Están locos. Por tres negros albinos un millón de dólares. Ni un dólar menos…”
Uno de los negros albinos hizo un movimiento brusco y la jaula se movió entera. La Dra. Kyteler, con la celeridad de un rayo, pegó un latigazo a la jaula, que quedo bamboleándose, y chistó con irascibilidad, sin dejar de negociar: “Un millón de dólares, última oferta. Y tienen veinticuatro horas para contestar, porque alimentar esta gente me está costando un fangote de plata, si no los voy a degollar yo misma y a usarlos para mis propios trabajos…”
Empecé a retroceder pero como en una película de terror obvia pisé un objeto que nunca sabré qué fue pero que bastó para que la Dra. Kyteler girara y me clavara una mirada glacial. No se le movió un músculo de la cara, que nunca recobraría, supuse, la amabilidad risueña que tenía hacía diez minutos. Me miraba una gorgona pálida, hermosa pero infinitamente despiadada.
“Bueno, amorcito. No era la idea que vieras la trastienda de mi negocio pero a lo hecho, pecho. Rápido, sacate la ropa que quiero que me cojas…”
Mientras la Dra. Kyteler me hablaba seguí retrocediendo, más por una cuestión psicológica, tal vez hasta estética, que porque realmente estuviera pensando en escapar. Porque la cosa era clara, no tendría posibilidad de salir de ese sótano, al menos contra la voluntad de mi anfitriona.
La Dra Kyteler empezó a sacarse la ropa sin dejar de acercárseme. Descubrí que todas sus formas tensas, apretadas y sensuales eran producto de una serie de almohadones y fajas distribuidas estratégicamente bajo su vestimenta. El cuerpo de la Dra. Kyteler era el de una mujer de noventa años, un amasijo de carne lánguida que se desplomaba en una apología fláccida de la ley de gravedad. Ahí entendí por qué la necesidad del sildenafil pero al mismo tiempo me pregunté cómo mi anfitriona tenía ese rostro inmaculado. ¿O en realidad…? Como si me hubiera leído la mente la Dra. Kyteler soltó una carcajada.
“Por supuesto imaginarás que ésta no es mi cara, amorcito. Pero ya que vamos a ayuntarnos y como cortesía creo que me la puedo dejar un rato, así se te hace más fácil mantener la infantería en pie, ¿no?”
En ese momento, aún con la sensación de horror y peligro que me abrumaba, no pude contenerme más: “¡No entiendo! ¡¿Por qué todo el mundo quiere garchar conmigo?!”
La bruja sonrió y aún detrás de su máscara de hermosura note lo horrible de su rostro. “¿Por qué? Porque sos un seductor nato, querido. Vamos, llegó tu momento, galán…” anunció la bruja, apuntándome con una especie de espada samurái que sacó no sé de dónde. Me empujó, me tiró al piso, arrancó mi pijama y se agachó sobre mí.
Pese a la fealdad de su cuerpo, la expresión de su rostro y su sonrisa eran tan lascivas que contra todo pronóstico me excité al instante. La sobredosis de sildenafil que me había metido en el café hizo el resto y en cinco segundos tenía una erección digna de un caballo.
La bruja se desplomó sobre mí y enseguida yo estaba dentro de ella y ella me cabalgaba frenéticamente, entre previsibles carcajadas brujeriles. Me pasó una lonja de cuero por debajo del cuello y me tironeaba con hábil muñeca sado-masquista, mientras yo sentía que estaba por alcanzar el orgasmo, cosa que en pleno fervor sexual no me privé de anunciar. La vieja sonrió extasiada y se tiró para atrás, estirándome al máximo con la lonja de cuero mientras yo eyaculaba de una vez por todas, chorros y chorros de semen, que venía conteniendo desde que tuve la infausta idea de acercarme al castillo de la familia Escabiozollern.
La Dra. Kyteler, dando alaridos de lujuria, comenzó a ahorcarme con fuerza atroz. Estaba a un segundo de que mis pulmones explotaran e inconscientemente susurré: “mamá…” En ningún momento pensé que estuviera convocando a mi madre. Pude haber dicho “Dios”, y tampoco significaba que me encomendaba al Altísimo. También pude decir “la puta madre” y no hubiera esperado ver surgir una especie de matriarca de las putas. La palabra “mamá” surgió espontáneamente, queriendo significar básicamente “estoy al horno”. Pero como si en efecto la hubiera llamado, descubrí el rostro de mi madre, que levantaba con todas sus fuerzas un hacha y la dejaba caer sobre la Dra. Kyteler, partiéndola en dos.
Me desplomé e intenté recuperar el aliento, mientras veía cómo mi madre atestaba hachazo tras hachazo sobre la maldita bruja. Todo me daba vueltas. No tardé en desmayarme.
Comments