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La máscara itinerante de la Fiesta

  • Foto del escritor: Nahuel von Karg
    Nahuel von Karg
  • 6 jul 2019
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 4 mar 2020

Ámsterdam, Río de Janeiro y las diferencias en el festejo público.


Texto e imágenes por Nahuel Karg


1


Son las doce del mediodía del sábado en Ámsterdam. Los catorce minutos que dura el trayecto en tren desde el aeropuerto Schipol hasta la Estación Central están dominados por los alegres desvaríos de un grupo de jóvenes trajeados que, en viaje hacia el centro de la diversión europea, increpan, cantan y beben a los gritos. La actitud abierta de la ciudad y de su gente la ubica en los primeros lugares en cualquier itinerario occidental y, así como en Barcelona se habla catalán pero te hablan en español, en Ámsterdam el holandés o neerlandés es reemplazado por el inglés y una sonrisa apenas interpretan un tono neutro mundial externo.


En la Estación Central el taxista, honorable, me dice “no te voy a hacer subir al auto si el hotel está a tres cuadras”. Sin embargo, los nombres imposibles de las calles me llevan a consultar a varias personas dónde está el hospedaje, hasta que logro llegar. En el medio una bicicleta comunal manejada por quince o veinte borrachos decoran la calle con un canto dionisíaco; más allá, un grupo de adolescentes discrepan a los empujones; más cerca, un conjunto de franceses dados vuelta nos preguntan una dirección que no sabemos.


–Si así están a las doce del mediodía cómo estarán más tarde –le digo a mi novia, mientras ingresamos en los hermosísimos canales del centro de la ciudad, en el Disneylandia para adultos que le puso picante al continente en un momento anterior al del turismo de redes sociales, articulando un exotismo controlado y el permiso para la licencia que toda vacación debiera anhelar.



Salgo del supermercado con un vino Chianti, dos quesos (uno de ellos, una incógnita hoy, el mejor que he comido en mi vida), una baguette, dos croissant, chocolates y una lata de cerveza Guiness. Mi novia, sonriendo, me dice “¿te acordás que te mandé a comprar agua?”. Efectivamente, para ese momento la sucesión de coffee shops en el paisaje, lugares en donde se fuma cannabis pero está prohibido el tabaco (“it´s nonsense), ha envuelto la experiencia de atravesar la ciudad en una pathos de relajación. El espíritu flaneur aquí llega paradójica y simultáneamente a su punto más alto y a un carácter de imposibilidad. Ninguna ruta es indeterminada puesto que hay (¿como en Roma, como en Londres?) un destino en mayúsculas a cada cuadra (si no por historia, por estética) y un armado de la ciudad que posibilita el viaje circular, en cordones turísticamente decrecientes en cuanto uno se aleja del centro, siempre esquivando bicicletas.


De pronto en el viaje aparece el Museo Van Gogh, o el Rijksmuseum con ese Vermeer, o la antigua fábrica de Heineken a pocas cuadras, o los parques, o el puesto de venta de mapas antiguos, o las distintas caras de la elegancia en los círculos concéntricos holandeses que se van acercando al bardo del centro, en la Estación Central.


Porque la fiesta es cada vez más desmesurada y explosiva cuanto más cerca se esté del núcleo, a las pocas horas de la tarde del sábado. Los puestos de venta de papas fritas explotan. Los coffee shop son salones de usos múltiples. Y los pasadizos de la ciudad son un festejo a cielo abierto, entre tiendas de parafernalia cannábica. Dos adolescentes ríen con un estruendo inhumano ante el asombro de un guía y de su séquito, y la sospecha general del uso de hongos; en un coffee shop se observa un cuadro de Berni en los comensales desinflados en capas por el consumo y por el transcurso de las horas; la ebullición de un bar de príncipes holandeses y clones de Naomi Watts se convierte en media hora en una parsimoniosa y vacía taberna con tres o cuatro turistas. Conforme avanza el horario y llega la noche, el pueblo baja los cambios y se repliega en los hogares para apuntarse a futuras batallas diurnas, mañana mismo. El Centro queda reservado para las actividades de interior.


2.


En nuestra segunda mañana en el Carnaval de Río de Janeiro, recién levantados nosotros, un grupo de entonces jóvenes entusiastas con leve resaca, hospedados en pleno centro de Lapa (el barrio bohemio, picante y alegre), el plan era llegar a la playa, a la calma que preceda a la tormenta.




Ya pisando la calle, en la Ciudad Fantasma que es Río en los feriados de Carnaval, en donde todo está cerrado menos los puestos callejeros que venden hielo, comida y cerveza, se oye el rugido de una fiesta, de un festejo, a pocas cuadras. Y todo será así esos cuatro días y sus cuatro noches vacantes de Carnaval. Calles vacías, el eco de Godzilla en el horizonte; hacer cinco cuadras para cualquier punto cardinal y encontrar un recital, una rave, un festival, un desfile, una conglomeración de decenas, de cientos de miles de personas. Todos customizados alla gay parade, los hombres vestidos de mujeres, las mujeres en conjuntos de vestimentas determinadas, sobrepoblación de gorros funyi en todas las cabezas, y nadie sin la trascendencia inmediata de algún tipo de máscara que lo aleje de las formas habituales.


¿Qué otros festejos ofrecen, como el Carnaval de Río, una ciudad anárquica, destinada al comercio de bebidas y comidas (y el hielo como rey), con el rugido musical de fondo constante? Seguro Burning man, el festival que aterriza cada año en el desierto de Black Rock, Nevada, para desaparecer de pronto en cada átomo de la resaca del día en que terminó, dejando al desierto en su paz, vacío como si no hubiera existido nada. O los recitales del Indio Solari, itinerantes en paisaje argentino, atestando ciudades fantasmas cerradas al comercio, copadas por cientos de miles de personas que colapsan todas las redes humanas y tecnológicas, dedicadas las ciudades por dos días a la venta de alcohol y comida callejera, también ausentes de policías estatales y cuidados esenciales.


Pero Río también cerraba. Un incidente con la salida del subte carioca (otra vez las muchedumbres, otra vez el Carnaval) llegando a Copacabana dejó a este cronista con quemaduras en una pierna y un tímido desgarro de souvenir. Un traspié del que se pudo salir con cierto éxito, pese al tour de force que requirió, siendo éste el recorrido por clínicas privadas impagables, viajes en taxis imposibles en cuadras cerradas al tráfico, un subte repleto luego hacia clínicas públicas de suburbio, seguido de excursiones conurbanas por carnavales de proporciones gigantes, todo eso gratinado de radiografías, inyecciones y la resaca del Carnaval en los pasillos de un hospital y en el lapso de cinco, seis horas.


Adentro del Hospital Municipal Souza Aguiar, en la salas de urgencias, pude ver uno por uno, por fin individualizados, a los caídos de la fiesta. Jóvenes desmayados, mujeres golpeadas, uno que entra con disparos. Se vivía la calma de desconocer la celebración, o la culpa de intentar arreglarla. En la vereda un grupo de brasileños caminaban la noche vestidos con camisetas argentinas. Otros, casi todos, entregados a los sucesos indeterminados de la monotonía sonora del Carnaval, a las calles atestadas y abiertas, a la negación de cualquier destino individual.

La diferencia con el festejo holandés parece ubicarse en la ampliación del campo de batalla. Mientras en Ámsterdam, al estilo europeo, el núcleo de la fiesta se repliega apenas despunta el atardecer, para guardarse la fuerza para batallas de primera mañana siguiente, en Río una sensación de calma hasta el mediodía deja suponer un espíritu diferente (y la pregunta mítica en Sao Paulo: “¿por qué tiene los brazos abiertos el Cristo Redentor?, porque está esperando que los cariocas trabajen para empezar a aplaudir”). Ni bien salimos a la calle para trasladarnos a otra ciudad brasileña, el primer día hábil luego de los cuatro feriados de Carnaval, Río de Janeiro presenta el mismo cartel en varios comercios, en un aviso con aires de manifiesto: “cerrado por resaca”.


La máscara itinerante de la Fiesta asume otras formas.

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