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Desventuras de un fenomenólogo adicto al éter (II)

Una novela de Antonio González Mendiondo, en entregas semanales. Hoy, parte 2 (acá Parte 1)

Ilustraciones por Nahuel von Karg


Cuando era chico, la existencia del mutante era un hecho traumático para el hogar que se animara a recibirlo. Masivamente, los mutantes habían comenzado a aparecer en las primeras décadas del siglo XXI y, para usar una frase trillada, “la sociedad no estaba en absoluto preparada para su presencia”. Muchos fueron abortados, abandonados en los portales de las iglesias o en la basura, o asesinados después de nacer. Los sobrevivientes a esta política herodiana eran criados (en el mejor de los casos) en cuartos separados de sus hermanos, cuando no en buhardillas o sótanos; y llegado el caso, educados (en el mejor dentro de los mejores casos) por profesores especiales. Jamás salían a la calle, y si lo hacían era disfrazados, muy controlados por sus padres o tutores, algunos incluso con collar y bozal.

Es que la energía del mutante, y sobre todo su libido descontrolada para los niveles hasta entonces considerados “normales”, era fuente de altercados y de catástrofes frecuentes. Nadie podía determinar por qué dos “mutantes” tan diferentes como un individuo con rasgos e idiosincrasia de rinoceronte y un individuo con rasgos e idiosincrasia de hormiga tenían la misma incontrolada pulsión sexual. Era paradójico, porque si hay algo reglado, por lo menos a nivel temporal, es la actividad sexual animal. El mutante en cambio no conocía época de celo. Tampoco conocía parámetro represivo ninguno, por lo que a un estado de excitación seguía la búsqueda de satisfacción inmediata. Los únicos que escapaban a esta demanda libidinal excesiva eran los hermafroditas, variante del mutante que, paradójicamente, casi siempre era asexuado y que mantenía los dos aparatos reproductivos inutilizados, puramente ornamentales (era frecuente que los hermafroditas se dedicaran al modelaje, dada su deslumbrante belleza corporal, y por lo tanto eran los únicos que se encontraban integrados – con reservas – al resto de la sociedad). Era curioso además el caso de los hermafroditas, porque además de ellos existían otros mutantes que no eran resultado de la cruza genética de una especie animal con el hombre; mutantes que incorporaban rasgos de objetos o de sustancias (hombres-agua; hombres-madera; etcétera) o que modificaban características propias del hombre (ejemplo de lo cual era el enano con su miembro estirable); y también todas estas variantes tenían la misma incontrolable pulsión sexual.


Eso era lo que sabía de los mutantes antes de dirigirme a la cena de los Escabiozollern. Ni siquiera había sido testigo de intentos de integración o de planteos reformistas y/o revolucionarios en relación a la “cuestión X Men”, como con sorna se la había bautizado en su momento.


Y de pronto me había encontrado en una cena donde un grupo de mutantes estaba mezclado con la concurrencia: era natural que no hubiera interpretado los hechos con corrección. Al parecer, la entrada del enano de smoking y su bandeja de bebidas verdes era una convención que anunciaba que el control de los mutantes sobre su deseo sexual podía ser liberado (lo que implicaba que esa pulsión sexual, previamente considerada “incontrolable”, no era un dato “natural”, sino que era un dato “histórico”, que podía ser moldeado socialmente), convención no menos arbitraria que considerar que ver a un hombre en slip en una oficina es una agresión por parte de éste al pudor ajeno, y ver al mismo hombre en slip en una playa es lo más normal del mundo. Ahora, debido a mi falta de información, me encontraba atado de pies y manos y tenía, a algunos metros mío, a la mujer mantis, quien se cepillaba los dientes con gran concentración en un lavabo estilo siglo XVIII.

La habitación en la que nos encontrábamos se asemejaba más a un teatro que a un dormitorio, que es lo que era, ya que había una cama con dosel a unos quince metros míos y una decoración general típicamente intimista. La luz del sol entraba a raudales por unas puertas dobles de unos ocho metros de largo y seis de alto, que balconeaban sobre un parque inmenso repleto de alamedas, estatuas clásicas y fuentes. El mobiliario era abrumadoramente rococó, con predominio cromático de rosas, dorados y celestes, tan chocantes a mi mentalidad matemática que me producían las mismas náuseas que el despertar de mi borrachera de éter. ¡Sí que habían cambiado las cosas para que en un palacio Luis XVI viviera una mutante! Sin embargo mi preocupación era otra, menos sociológica y más personal: ¿qué estaba haciendo ahí? Primero, era evidente que la Mantis había evitado asesinarme o devorarme en venganza por su mascota muerta. ¿Preferiría darme un suplicio espantoso, descuartizarme vivo o meterme en una marmita y hervirme de a poco, a matarme sin mayor refinamiento, como en su momento pensé que haría? No se me ocurría además cómo había logrado sacarme sin que alguno de los asistentes al banquete lo notara, ya que el hecho de asesinarme, que yo había juzgado inminente e inevitable, dadas las fuerzas pavorosas de un mutante fuera de control, después hubiera implicado el que mi verdugo fuera apresado; sin embargo yo estaba siendo víctima de un secuestro perpetrado delante de al menos ochenta testigos.



¿Cómo la policía o algún otro tipo de organismo de seguridad, no irrumpía en el palacio de la mujer mantis y me reintegraba a la sociedad de la que había sido arrebatado con violencia tan arbitraria? Por cierto, no estaba prisionero en una infame buhardilla dostovieskiana o en una alcantarilla húmeda y oscura ganada a las ratas, sino en un palacio comparable al de Buckingham: era evidente que la fortuna de la Mantis debía ser públicamente conocida, y que entonces yo debía ser ubicable con facilidad. ¿Acaso los fenomenólogos éramos considerados lacras sociales, como en algún momento lo habían sido los mutantes, y por lo tanto mi existencia había sido despojada de todo derecho, pudiendo entonces cualquier miembro de la sociedad darme muerte, como según la antigua ley islandesa se permitía hacer con aquellos que voluntariamente se apartaban de su comunidad? Pero la fenomenología era una especie de culto secreto sólo abrazado por idiotas como yo, descentrados del todo respecto a su contemporaneidad y ajenos a cualquier peligrosidad en relación al sistema. ¿Qué sentido podría tener el considerarlos enemigos públicos?


Para decirlo sin ambigüedad: ¿a quién mierda podía asustar un fenomenólogo? Desde mi posición, a través de la ventana, alcanzaba a distinguir cómo una niña mantis que por su vestimenta parecía haber salido de un cuadro de Fragonard, cabalgaba un poney regordete y saltaba por sobre las fuentecitas con agilidad envidiable. El pasmo fue completo: los mutantes no sólo tenían acceso (¡y en qué forma!) al dinero, sino que además tenían derecho a reproducirse. Las cosas habían cambiado tanto que desde esa perspectiva la fenomenología podía haber sido interpretada en términos de plaga social, y por lo tanto combatida. Tuve que suspender toda reflexión cuando la mujer mantis, después de escupir los últimos restos de carne y sangre que le quedaban de su compañero de coito y de terminar de enjuagarse la boca, comenzó a acercarse hacia mí. Su seriedad animal me producía pavor (era conocido el hecho de que los mutantes carecían por completo del sentido del humor -aunque curiosamente, según algunos especialistas y a diferencia de los animales, sí comprendían el mecanismo del chiste).

Pero (nueva sorpresa) la Mantis esbozó una mueca aberrante que hacía las veces de sonrisa y emitió un gorgorito repulsivo que conseguí entender como una carcajada. “¿Cómo te funciona el amigo, destripa-perros?...” me preguntó, e insistió con esa gárgara horrible que imitaba la risa humana. “Por tu bien, espero que no lo tengas de adorno. Aunque con esa cara...” agregó, giró sobre sí misma y empezó a caminar hacia la puerta. Tardó varios minutos en llegar y salió de la habitación. Me quedé cavilando en su pregunta: sin duda con la palabra “amigo” aludía a mi aparato genital, más específicamente a mi pene, metáfora de uso común y con muchas variantes (el “jefe”; el “socio”; entre los pocos fenomenólogos con tendencia a la procacidad que había conocido, el “noema”) lo que implicaba probablemente que debía satisfacerla en el terreno sexual, para después, como recompensa infame, terminar siendo decapitado entre sus fauces implacables. O sea, no sólo iba a ser asesinado sino que además iba a pasar por el trance humillante de tener sexo con un ser mitad humano mitad insecto.


Decidí hacerme fuerte en la idea de mi rechazo; si finalmente iba a ser asesinado, bien podía negarme a tener comercio carnal con aquel monstruo, quien en ese momento reingresaba a la habitación seguida por la que yo suponía su hija y, algo detrás, por el gigante pelirrojo que había participado de la fiesta en lo de los Escabiozollern. El gigante trasladaba un armatoste que en sus manos parecía una cajita de música pero que a medida que se acercó comprendí se trataba de una parrilla. La apoyó cerca de donde me encontraba y volvió a salir. La mujer mantis se acercó esbozando una sonrisa venenosa. “Ya que hasta ahora no tuvimos la oportunidad, procedo a presentarme. Soy la condesa Anastasia Romanoff Hohenstaufen de Borbón, y ésta es mi hija, Nadja. Nadja tiene trece añitos y como verás, ha florecido hace un tiempo, por lo que tenemos a varios pajarones aleteando a su alrededor, deseosos de hurgar con sus piquitos lascivos su dulce cáliz. Nada puedo hacer, soy una mujer realista y sé que la belleza de mi Nadja conmovería al amante más exigente. Pero como no me gustaría que llegara sin conocimiento alguno al momento del coito, un ser abyecto como vos, destripa-perros, va a tener el honor, por cierto inmerecido, de desvirgarla, para después ser devorado por ella. Pensarás que en la medida en que ya estás condenado a muerte podrías negarte al coito. Desde ya te aviso que si así fuera, mi mayordomo te cocinaría en esta parrilla por semanas enteras, asegurándose de que no murieras, ni en ningún momento perdieras la conciencia. La elección es tuya...”

Mientras su madre hablaba, la hija miraba estúpidamente de un lado a otro, parpadeando molesta como un bicho subterráneo al que se expone al sol. En mi vida había visto un ser más horrendo (y más ridículamente ataviado). En ese momento entró de nuevo a la habitación el mayordomo gigantesco, cargando una pala llena de brasas. En unas zancadas llegó hasta la parrilla y vació el contenido de la pala. Debía haber hachado un bosque entero, porque la cantidad de brasas era enorme y el humo que se comenzó a desparramar por la habitación digno de una parrilla de Mataderos.



Aunque a nivel epistemológico siempre he sido optimista, a nivel práctico soy un pesimista radical, y esta bifurcación moral en la que las dos alternativas son nefastas no me era ajena en absoluto; pero bien sopesadas las cosas, la idea de ser torturado por aquel esbirro gigantesco me resultaba intolerable. “Su hija es verdaderamente hermosa, Condesa. Será un honor poner mi humilde miembro al servicio de su gloriosa estirpe. Puede retirar la parrilla, no será necesaria...” expresé lo más firme que pude. “La parrilla se queda hasta que mi hija no te arranque la cabeza a mordiscos” contestó secamente la condesa. “A último momento la deslumbrante apariencia física de mi Nadja podría intimidarte e inhibir tu erección. La visión de la parrilla en ese caso podría servir de estímulo…”, me anunció, giró la cabeza y clavó su mirada en la hija. “Rápido, Nadja, en pelotas y sobre la alfombra...”

El bicho al que estaba destinado a introducir en el reino del placer carnal evidentemente estaba condicionado a la obediencia absoluta y al instante estaba desnudo delante mío: un cuerpito de desnutrida que me hacía pensar en el sobreviviente de un campo de concentración al que se le hubiera cortado la cabeza y se le hubiera encajado la de una mantis; unas tetas mínimas de pezones indescifrables; dos piernitas que parecían dos palos de escoba; una vagina que era un tajo pelado digno de figurar en el rostro de un presidiario. Era imposible, me amenazaran con lo que me amenazaran, que pudiera erectar y penetrar a aquel ser que me observaba inmóvil, acostado a lo largo de la alfombra, que por su inexpresividad más parecía esperar que un cirujano la abriera en dos que a las caricias de su primer amante.




Me saqué la ropa despacio, repasando todas las imágenes archivadas en mi cerebro que remotamente tuvieran algún poder de sugestión sobre mi pene intimidado, pero fue en vano. Mi “noema” colgaba abrumado, desoladoramente mustio. “Nadja, ¡seduce a este mequetrefe homosexualoide como te enseñé...! aulló furiosa la Condesa. Nadja entonces comenzó a pasarse la lengua sobre los labios y a acariciar sus senos inexistentes mientras iniciaba un contoneo epileptoide que pasado un rato pude decodificar como una suerte de danza de apareo. La sensación que predominaba en mí era el espanto. Un adicto a la heroína en estado terminal defecando hubiera emanado mayor sensualidad que Nadja. Recordé a Bataille e intenté pensar el sexo en contiguidad con el horror, pero nada funcionaba. Yo estaba deprimido y aterrado a partes iguales. La Condesa, al ver que no conseguía ningún resultado, le hizo una seña rápida con los ojos al mayordomo, y éste entonces extrajo varios patys de su saco y los arrojó con displicencia sobre la parrilla. El quejido inmediato de la carne al sentir el golpe rojo del calor, al contrario de lo que suponía la condesa, más que servirme de estímulo intensificó mi pánico, y por lo tanto mi dificultad para excitarme. Y de pronto, como una epifanía, se me ocurrió la solución, la única solución que tenía la situación, la única solución que había encontrado en la vida: ¡el éter! Yo, que, en condiciones normales era incapaz de matar una avispa que me estuviera picando, con un poco de éter podía llegar a enfrentar a una división entera de granaderos prusianos. “Condesa, tal vez si me ayudara con un traguito de este licor...” sugerí y mostré mi redoma de éter “¿Licor? Ah, drogadicto miserable... Está bien, todo sea por el bien de mi Nadja. Adelante, destripa-perros. Y más vale que esa falopa te funcione rápido...”

Agradecido, me apuré a tomar un trago profundo y enseguida el mundo había cambiado: conseguía salir de la miserable e hiper-racionalizada cárcel de mi ego y me reintegraba a la pulsación universal, insensata, infinita. Ya no era nada ni nadie y lo que pasara conmigo era una anécdota insustancial. “A ver putita, abrí las piernas que te voy partir en dos como a un queso...” susurré sombrío mientras sentía que el miembro se me ponía duro como un roble. Después me tiré encima de la púber y comencé a morderle las tetas con rabia, mientras presionaba con mi pene contra su himen por medio de estocadas certeras y regulares. Creí que, dada su inexpresividad, la pequeña mantis estaría seca como un pedazo de metal bajo el sol del Sahara, pero muy por el contrario, Nadja estaba tan excitada que casi al instante sentí que me deslizaba dentro de ella. “¡Victoria!...” gritó la Condesa, levantando los brazos.


El sonido de un cañonazo en el parque al parecer festejaba mi hazaña. Yo entraba y salía furiosamente de Nadja mientras sentía cómo se aproximaba la eyaculación. Sabía que al alcanzar el orgasmo la excitación se desvanecería junto con mi vida pero ya no me importaba nada. Si toda mi existencia había sido un equívoco deplorable, ¿tenía alguna importancia cómo terminaba, con este último acto patético y risible? Sin dejar de penetrar a Nadja, le di un trago más a mi redoma de éter, cerré los ojos y sentí que abandonándome al empuje de la nueva dosis de droga mi conciencia se disolvía para siempre. En un último, estúpido instante de curiosidad, abrí los ojos y pude ver cómo Nadja, por primera vez sonriente, abría la boca, un segundo antes de que todo se volviera negro.

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